Después del fantástico
post de ND relacionando con ojo de lince a Galdós y a Kafka,
centrándose en esa parte de Doña Perfecta que trata de la
incomprensión entre los hombres, me ha apetecido seguir un poco en
esa línea y, aprovechando que este mes se conmemora el centenario de
Albert Camus, voy a hablar de lo mucho que me ha recordado Doña
Perfecta a Los Justos desde el punto de vista de la denuncia de
cualquier tipo de violencia.
No resulta sorprendente
que ciertos sentimientos humanos, como el odio y el ansia de
justicia, sean tan universales que acerquen más de lo que a primera
vista pueda parecer a un pueblo de la Castilla más profunda y a la
Rusia zarista, tampoco nos resulta extraño a nadie que los extremos
se acaben tocando cuando se ha decidido de manera firme que el fin
debe justificar los medios. Así, nos encontramos con dos grupos de
conspiradores que hacen de su vida una herramienta para conseguir lo
que para ellos es un ideal de justicia.
Si en Doña perfecta
vemos a un grupo de personas profundamente reaccionarias, que están
profundamente convencidas de que su mundo no debe cambiar, en Los
Justos nos encontramos con todo lo contrario, un grupo terrorista
revolucionario convencido de que el mundo debe ser diferente, y en
ambos casos vemos como en aras de lo que ellos consideran que es
justo y bueno se llegan a autoproclamar jueces de la sociedad. Sin
embargo, la realidad es que son dos caras de la misma moneda, porque
nadie les podría nunca convencer de que sus motivos están
equivocados, de que en el fondo de sus actos lo que reside es la
maldad. Tanto que algunos de los personajes de ambos libros sólo van
a encontrar liberación en el castigo y en el remordimiento.
Pero antes de llegar a
ello vemos un proceso que pasa por la deshumanización de la victima,
que antes es enemigo que persona, motivo que llega a justificar que
le puedan privar hasta de su derecho a la vida, que queda supeditado
a un bien que ellos mismos sitúan por encima. Para Doña Perfecta
llega un momento en el que su sobrino “no es su sobrino, es la
nación oficial, es esa segunda nación compuesta de los perdidos que
mandan en Madrid”; de la misma forma que el archiduque es para los
terroristas sólo un símbolo de la opresión, algo que Camus trata
de resaltar cuando habla de su carne y de su sangre tras el atentado,
de forma que lo hace humano frente al asesino que, como consecuencia
de sus crímenes, ha perdido gran parte de su humanidad.
Esto me parece de lo más
interesante, entrar en las consecuencias que en el propio verdugo
tienen sus acciones, como su falta de empatía y su falta de amor por
las personas contrasta con su amor por una sociedad idealizada
(aunque hay otras motivaciones mucho más egoístas en el caso de
Doña Perfecta). Porque como escribe Camus “quien ama
verdaderamente la justicia no tiene derecho al amor” y en efecto,
no hay amor verdadero en sus actos, como mucho una falsa sensación
de amor disfrazada de idealismo religioso o socialista, lo mismo da
llegado el caso. Pero sobre todo lo que no hay es justicia, una
palabra que cuanto más se pronuncia más se desgasta, y ellos lo
saben, haciendo que su vida sea una tortura hueca.
Es también reseñable
que en ambos libros los autores tratan de hablar de los
acontecimientos como espectadores imparciales, consiguiéndolo sólo
en parte, porque para mí queda claro que, aunque sea de manera muy
sutil, Galdós se posiciona del lado de la víctima y Camus del de
los verdugos, que en ambos casos parecen ser los buenos, o al menos
los menos malos. Y es que ese es el fondo de la cuestión, todos nos
creemos justos, buenos y mucho menos imperfectos de lo que estamos
dispuestos a admitir en el fondo de nuestros corazones.
Para desmentirnos están
los hechos.