Hemos comenzado en el Club de Lectura
este año lector leyendo un relato de Leon Tolstoi titulado “La muerte de Ivan Ilich”.
Un entretenimiento que se lee en una hora y que no puede hacer mal a nadie, o
eso deseo, porque si seguimos haciéndonos esto a nosotros mismos la próxima
reseña que haga aquí será de la hoja parroquial o de la etiqueta de una lata de
melocotón en almíbar. Sin embargo tengo que dar la razón a aquel que dijo que
lo bueno, si breve, dos veces bueno, porque esta pequeña novela es estupenda.
Mirando en La Casa del Libro he
encontrado este resumen que me parece bastante certero, salvo por la parte de
la esfinge mágica, porque como desarrollaré más tarde, “La muerte de Ivan Ilich”
es puro realismo despojado de cualquier adorno: “¿Qué harías si una esfinge mágica pudiera revelarte el día y la hora de
tu muerte? ¿Te atreverías a consultárselos? Y si te dijera que ibas a morir la
semana próxima, ¿qué harías en tu última semana de vida? Espero que nunca
tengas que hacer frente a una situación como ésta, pero, en todo caso, el tema
de la muerte siempre ha estado presente en la vida de los seres humanos, hasta
el punto de que muchos de los grandes pensadores lo han considerado el problema
más importante, lo que más nos define: somos seres conscientes de que vamos a
morir. Pero no sólo nos preocupa la muerte, sino también el envejecimiento,
pues en la vejez vemos el destino inexorable que nos conduce a la muerte, el
agotamiento de nuestra energía vital y de las ganas de seguir viviendo.”
Ivan Ilich es un magistrado que ha
vivido una vida superficial que se enfrenta al momento de su muerte. Tolstoi
usa esta circunstancia para profundizar en los dos temas principales que hay en
la novela, el primero el vacío que sentimos ante la perspectiva de nuestra
propia muerte, el segundo sobre la banalidad de una parte de la sociedad rusa
de la segunda mitad del siglo XIX, que parece estar por encima de la realidad
de la gente corriente, algo que hace visible mediante el uso de expresiones
francesas que era la lengua de la alta sociedad y de los zares. Ambos temas se
ven unidos de forma magistral en las reflexiones que hace Ivan Ilich según va
siendo consciente de que la enfermedad que sufre es irreversible.
En un primer momento el protagonista nos
narra su juventud, que no es otra cosa que una búsqueda de notoriedad social,
aderezada por partidas de cartas, bailes y un matrimonio poco feliz pero muy
conveniente. Poco a poco vamos viendo como todo eso son los falsos cimientos de
una vida cada vez más fingida e infeliz que está predestinada al desastre, como
símbolo de ello Tolstoi elige la figura de este matrimonio que al principio,
aunque no haya mucho amor de por medio, es conveniente, que entre medias es
algo de lo que hay que huir aunque sea refugiándose en el trabajo y que acaba
en el más puro desprecio. Ivan Ilich, que al principio trataba de justificar
esa vida tan superficial, termina por admitir que toda su vida ha sido un
desperdicio, que nunca ha sido feliz, menos en su niñez, que ha sido el único
momento puro de su vida.
El final se resume en un grito de
desesperación de Ivan Ilich que dura días enteros y que no es otra cosa que la
forma de admitir la derrota que su vida ha supuesto. Es el reconocimiento de su
equivocación, la forma de llenar la soledad en la que se encuentra porque no
quiere saber nada de esa familia y amigos más preocupados por recoger sus
despojos que de mitigar su sufrimiento, ya no el físico sino el intelectual. Al
final, cuando ya todo es inevitable, llega la resignación y con ella la paz, es
el único momento en el que la muerte ya aparece como un alivio, como el camino
más sencillo, el lugar que nos espera a todos, lo que hace que la novela
siempre vaya a ser actual y que cada lector se ponga delante de ese vacío que
nos da tanto miedo.
Como siempre encontraréis otras
opiniones, seguramente mucho más interesantes, en las reseñas de Desgraciaíto, Carmen, Paula y MG, ¡corred
a leerlas!