Quisiera empezar este post hablando de Leo Messi y de Cristiano Ronaldo, consciente de que en un blog dedicado a la lectura este comienzo es casi una invitación al abandono. Pero son grandes deportistas, estrellas rutilantes del final de cualquier telediario - y a veces del principio de alguno -, de los que todos nos hemos preguntado alguna vez por su vida, su personalidad, su infancia, sus recuerdos, sus emociones, sus vivencias. Sí, todos, y no sólo los aficionados al deporte. Porque un deportista trasciende a su profesión desde las olimpiadas griegas y se convierte en héroe y, en nuestra época, en un ídolo de masas que llena estadios, ocupa buena parte del share televisivo y vende la colonia que usas y el utilitario que conduces aunque no te interese para nada el fútbol. Y sin embargo ¿Qué puede dar de sí la biografía de Leo Messi, un individuo que no sabe colocar tres frases seguidas con sujeto y predicado y que sin embargo sabe regatear a uno, tres, cinco contrarios con una pelota entre los pies a una velocidad vertiginosa en un estadio abarrotado por 80.000 gargantas que corean su nombre? ¿Qué puede dar de sí la biografía de Cristiano, que hace virguerías parecidas a las de Messi aunque con un perfil de personalidad más alejado de ese erial cognitivo pero más próximo al de un chulo de barra de un burdel con pretensiones? Todo lo que nos puedan contar que se distancie un poco de sus hazañas en los estadios no puede tener el menor interés, no ya sólo en sí mismo, sino sobre todo en comparación con las gestas deportivas de las que son capaces cuando entran en competición con los de su especie. Y sin embargo, esta gente “escribe” libros sobre su vida, y son libros que se venden mucho…
En Hablemos de Langostas, David Foster Wallace aborda el libro de la biografía de Tracy Austin (Beyond Center Court: My Story) para contestar a la pregunta anterior con ciertas prevenciones, y para decepcionarse luego hasta el punto de sentirse estafado. Y por medio, nos deja algunas pistas abiertas que comentar.
En primer lugar, la inanidad de estos personajes, la falta de interés de sus vidas y la pobreza de sus reflexiones. Ningún apunte original en su pensamiento, nada que nos permita creer que se trata de gente con la que puedes pasar una tarde divertida o compartir una cena interesante, y eso a pesar de haber vivido momentos extraordinarios que pocos seres humanos pueden aspirar ni siquiera a ver de cerca, y ya no digamos a vivir en persona. Lugares comunes, obviedades de parvulario, simplismo y superficialidad, o directamente, bobadas, eso es lo que destila el libro de Tracy Austin si seguimos a DFW. Es verdad que no hay que esperar de estos deportistas una toma de posición, no sé, sobre la influencia de Aristóteles en la cultura vikinga, pero sí al menos algo de interés en sus vidas, algo que les ponga a nuestra altura, aunque sea bajita, un rastro de humanidad a la hora de entablar una conversación que no se limite al horario de un supermercado. Y no lo encuentra, a pesar de tener delante gente de mundo, personas viajadas que se han cruzado a lo largo de su carrera con grandes personajes de la actualidad y de la Historia, tipos encaramados al top social y que viven rodeados de celebridades. Yo creo que esta falta de riego cerebral no sólo se aprecia en las intervenciones públicas de Tracy Austin o de cualquier deportista, sino que la encontramos en toreros, cantantes y en cualquier farandulero (”…los grandes atletas suelen resultar pasmosamente incapaces de hablar sobre esas cualidades y experiencias que constituyen lo fascinante de sí mismos…”), pero son personas que han desarrollado otro tipo de inteligencia, que puede ser musical, cinética o escénica, o sea, una inteligencia no como la que tenemos tú o yo, que somos gente corriente sin un don o talento extraordinario, sino como la que tienen ellos, los “best in class”, los mejores en lo suyo pero sólo en lo suyo. Y lo suyo no es lo nuestro, porque ni tú ni yo jugamos al tenis, ni conseguimos batear una bola (no ya para mandarla fuera del estadio de béisbol, sino sólo para darla). DFW deja entrever la teoría de la inteligencia múltiple, yo creo que con cierta lucidez, aunque termina abandonándose a la atribución de inteligencia sólo en el caso de la expresión verbal, y la termina echando en falta no tanto en Tracy Austin como en el negro que escribe una biografía a todas luces decepcionante, con reproches nada velados al hecho de no haber dedicado su cerebro a estos menesteres del escribir. Pero DFW no es un lector normal y, aunque lo reconoce reclamando lealtad hacia el lector (él, entre otros), busca las causas de las superventas de estos libros en cuestiones un poco esotéricas sin entretenerse en analizar el público poco exigente, yo diría que semi analfabeto, al que se dirige este tipo de libros, y no critica en el fondo lo que yo creo que es la causa de que se escriban esos bodrios y se vendan como churros: la misma superficialidad que sus protagonistas. ¿Pero qué esperaba DFW encontrar en Beyond the court?
DFW nos presenta a una Tracy Austin como un juguete que se rompió, con una personalidad mal resuelta y con una vida real que se esconde al lector, disimulada para no romper el mito, pero que se adivina tortuosa y con algún que otro episodio sórdido y vergonzante. ¿Será esto verdad o sólo es un subterfugio de DFW para no romper el mito de su tenista adorada, su propio mito, y cargar las tintas en el pobre negro que escribe por encargo? Yo no lo sé, no conozco personalmente a Tracy Austin (ni al negro), pero me da que la vida de Austin fuera de las pistas de tenis fue tan vulgar y corriente como parece y no una tipa literariamente interesante, que es como creo que la quiere imaginar DFW. Y es que el autor no esconde su fascinación por el personaje, o más concretamente, por la precocidad del personaje, algo que a mí sin embargo me deja completamente fría (esto está escrito en el 94, y desde entonces, los niños prodigio aparecen como las setas, tal vez por aquello de que hay una generación dispuesta a vivir de sus padres hasta que pueda empezar a vivir de sus hijos).
Otra reflexión en la que me he fijado para comentar tiene mucha mejor pinta que las anteriores, aunque parte de la misma premisa: los deportistas son anormales. Y no hay que entender esto como algo peyorativo, ni mucho menos: me parece evidente que es una anormalidad correr cien metros en 10 segundos. Y no digamos en 12 si te ponen un montón de vallas por el medio. Pero la razón de la anormalidad que nos propone DFW está en otro sitio, me parece a mí.
Se trata de la objetividad a la hora de juzgar la excelencia. En el deporte esto es factual, estadístico, aquí no valen las componendas ni las ambigüedades. O citius, o fortius o altius, y no hay más cáscaras. Y cuando intervienen los jurados (en el caso de la gimnasia rítmica, o de la natación sincronizada) entonces es porque hay un componente artístico. Pero incluso todo eso está tasado: tantas volteretas, tantos remojones, tantos lanzamientos de maza al techo. Claro que intervienen las emociones, porque DFW no pasa por alto la “belleza trascendente que hace que Dios se manifieste con forma humana” (cuando “Jordan flota en el aire como una novia de Chagal” – en una de las imágenes más cursis de todo el libro y posiblemente de toda la literatura deportiva), y que hace que el deporte tenga una doble emulación: la física y medible y la estética y admirable. Pero en fin, no nos despistemos: aquí el mejor es el que corre más rápido, el más resistente o el que salta más alto con y sin pértiga, y para dilucidarlo tenemos que usar un cronómetro o el sistema métrico decimal. Aquí los cuñados, los primos o los vecinos pintan poco. Puede influir la oportunidad, sin duda, pero qué maravillosa competición aquella que está sujeta “en todo momento a registros estadísticos públicos”. DFW nos dice que “los atletas nos fascinan porque apelan a nuestras obsesiones gemelas por la superioridad competitiva y los datos fríos”. Es el mundo de la excelencia, del esfuerzo, de la constancia, de la superioridad natural y del triunfo objetivo y merecido. Eso es lo que nos fascina porque nosotros, que también somos los mejores en lo nuestro, no vivimos allí sino en un lugar en el que, cuando uno levanta el dedo para decir “yo soy el número uno”, tal vez lo que está indicando es que es el más pelota, el trepa más tóxico o un simple amiguete con deudas por cobrar. Y no nos engañemos: el sosiego que buscamos, ese truquillo para evitar que los mediocres se interpongan entre el éxito y nosotros, esa neutralidad de juicio no se encuentra ni en las memorias de un deportista de élite ni siquiera, y pido perdón por la boutade, en las páginas de la Biblia.
Os dejo con dos citas para que no se diga, una del principio y otra del final del artículo "Cómo Tracy Austin me rompió el corazón":
Esto es lo que dice Beyond Center Court sobre el primer set de su final contra Chris Evert en el Open de Estados Unidos de 1979: “Con 2-3 en el marcador, le rompí el servicio a Chris, luego ella me lo rompió a mí y yo se lo volví a romper, así que íbamos 4-4”
Es posible que los espectadores, que no gozamos de un don divino para el deporte, seamos los únicos capaces de ver, articular y animar la experiencia de ese don que nos está negado. Y que aquellos que reciben y ejecutan el don de la genialidad atlética deban por fuerza ser ciegos y mudos acerca del mismo: y no porque la ceguera y el mutismo sean el precio a pagar por el don, sino porque son su esencia.