Bayard dedica un capítulo entero a hablar del olvido de los
libros y de los libros olvidados. Es el capítulo en el que “se plantea, con
Montaigne, la cuestión de saber si un libro que hemos leído y hemos olvidado
completamente, y que incluso hemos olvidado que lo hemos leído, sigue siendo un
libro que hemos leído.”
No es tan sólo la angustia de la pérdida de la memoria,
aunque también. A todos nos ha sucedido estar viendo una película, y con ella,
ciertas imágenes que nos hacen decir “yo creo que esta película ya la he
visto”, o recordar el argumento, pero no el final. En el caso de las películas
no provoca demasiado temor, y yo estoy tentada a decir que en caso de los
libros tampoco, hasta que llega Bayard, con Montaigne, y nos deja ese poso de
angustia: l'angoisse de la folie, la angustia de la locura.
Me levanto después de escribir el párrafo anterior y me
acerco a la librería. Ahí están los libros como alertas, luces rojas de la
memoria. No me digas que fue un sueño, de Terenci Moix, estoy segura de haberlo
leído, pero no recuerdo nada del libro, salvo que es una historia del amor, entre Marco Antonio y Cleopatra. Entre visillos, de Martin Gaite... ¿Lo he leído? Los hechos del rey
Arturo, de Steinbeck, lo podría leer de nuevo, y sé que me maravillaría como
cuando lo leí, en el año 2001; Noticia de un secuestro, de García Marquez...
Así puedo recorrer la librería, mirando los lomos de los libros y recordando
casi más cuándo lo leí y por qué, y quién me lo recomendó y qué época de mi vida
era, más que el libro en sí, más que el argumento, más que algunos pasajes.
“Sólo guardamos algunos fragmentos arrancados a lecturas parciales, a menudo
mezclados los unos con los otros y modificados (reelaborados) con nuestros
fantasmas personales...”
Tres reflexiones a cuenta de esto. La primera es sobre el
autor y el libro. Olvidar un libro también supone el fracaso del autor, que no
supo impactarte lo suficiente como para que lo lleves guardado en la memoria y
para que lo reconozcas. En este sentido, la difusión del libro actúa como
antídoto, del mismo modo que hablar sobre el libro, comentarlo o escribir sobre
él es una manera de fijarlo individualmente en la memoria (aunque yo soy capaz
hasta de olvidar mis propias reseñas). Pero esto no deja de ser un acto
individual y voluntario, así es que si, como dice Bayard, los lectores son
también no lectores involuntarios, el tiempo actúa como el mejor selector de
calidad posible.
La segunda reflexión es la lectura como simple placer, como
juego, como distracción, y no como proveedor de información. La memoria guarda
las emociones pero tiende a olvidar la información. Por eso mueven el mundo.
Esta derivada guarda relación con la recomendación del libro a partir de las
sensaciones (“a mí me gustó mucho, aunque no recuerdo nada de él” o “es muy
divertido, aunque no sabría contarte la historia”). Y aquí el autor tiene
también un trabajo que hacer, desde luego, tanto positiva como negativamente.
La risa, el miedo, la angustia, la intriga, la pena, están en las manos del
autor cuando escribe, y son también un buen remedio contra el olvido.
Y finalmente, es falso que todo el aporte cultural del libro
se olvide cuando se deja de recordar el contenido o el propio libro (“leer no
es sólo informarse, sin sobre todo olvidar”, “la lectura como pérdida...”).
Esto es una idea muy limitadora, creo yo. Leer te hace hablar mejor, expresarte
mejor, escribir mejor, pensar mejor. Leer te muestra el mundo, y modifica tu
pensamiento de una manera mucho más enriquecedora que cualquier otro
entretenimiento, porque mueve tu imaginación, y te obliga a animarla. Ordena
tus ideas, diversifica tu vocabulario, te proporciona matices en el lenguaje,
te proporciona una mayor comprensión del mundo y de los demás y alimenta la
curiosidad. En ese sentido se expresa Montaigne, creo yo (je suis homme de quelque leçon, je suis homme de nulle retention).
Leer actúa como un sedimento, y a veces con eso basta. Y si además es un divertimiento, ¡igual hasta sobra!