Una de las pocas notas que subrayé en El imperio del sol es
esta: “Después de intentar escapar del
campo durante tres años ahora estaban nuevamente ante él, listos para ocupar
sus puestos en la tercera guerra mundial. Por fin habían comenzado a comprender
la sencilla verdad que Jim siempre había sabido: dentro de Lunghua eran libres."
Al lado, una anotación mía: “Y tener que leer
esto. Ay, diosito”.
No, en Lunghua no eran libres. Ni lo fueron. Ni cuando había
guardias ni cuando no los había. Es sólo que, una vez solventada la elemental
tarea de encontrar comida (estamos en la página 460 de 521, Jim está de vuelta en el campo y los B-52 americanos dejan caer cargamentos de comida por todas partes), nuestro
amigo Jim valora la seguridad. Acaba de superar lo más bajo de la pirámide de
Maslow pero no debería hacerse ilusiones: la preocupación por la libertad llega
un par de peldaños más arriba. Que Jim, desde su inexperta infancia, y a pesar
de todas las calamidades que ha podido sufrir, lo confunda, tiene un pase. Pero el
autor ya tenía unos añitos para ponerse a escribir tonterías.
Y es que el autor nos habla de mucha chinche, mucha
brutalidad, mucha patata dulce y muchos piojos, pero no acaba de ligar las reacciones de los personajes con la profundidad del alma humana. Se queda en la
superficie, se queda en la descripción del horror como un espectador que lo ve
desde fuera de la alambrada. Toma distancia, tal vez porque no puede recordar: él estuvo en uno de esos campos, sí, pero era demasiado niño como para no tener el
recuerdo protegido. Y es por eso, creo yo, que no acaba de convencer, que no te
alcanza al corazón a pesar de saber que esas brutalidades, y otras muchas, se
vivieron en los campos japoneses. El autor tiene mucha culpa de que despaches
el libro como el que quita una raspadura de roña: hay ciertas penalidades que
conviene tener bien identificadas para combatirlas, pero una vez hecho eso, a otra cosa. Y cuando el recuerdo no es nítido y no sobran las habilidades, el libro se queda en más que una buena crónica, pero en menos que buena literatura.
Fuera de esto, intento comprender al autor cuando habla por
medio del niño Jim de la búsqueda de la seguridad (insisto, nada de libertad),
de esa conformidad que consiste en encontrar cobijo en un lugar del que, a todas
luces, lo que más se adecua a la dignidad humana es la huida. Es la famosa zona de confort de la que hablan en los
cursos de management y de la que nadie se atreve a salir, ese españolísimo “más
vale malo conocido...”. La esperanza, más que el miedo, amalgamada con la
precariedad, es un maravilloso inductor de sumisión, y eso lo saben bien los
carceleros y los tiranos desde que el mundo es mundo. Y de eso había demasiado
en esa época tan negra del siglo XX, en todas las esquinas del mundo.