lunes, 1 de mayo de 2017

Los vagabundos de la cosecha

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El segundo libro que el 2017 ha traído al Club de Lectura ha sido “Los vagabundos de la cosecha” de John Steinbeck, bueno, más que el 2017 lo ha traído Carmen, que con gran caridad nos ha ahorrado leer “Germinal” de Zola. Yo estoy seguro de que hubiera sido un libro estupendo leído por un club de lectura equivocado, así que mejor lo dejaremos libre para que pueda fondear en otro club, de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, en el que seguramente será más apreciado.

La editorial Libros del Asteroide, que además de publicar el libro lo acompaña de un estupendo prólogo de Eduardo Jordá, lo resume de esta manera: “A comienzos de los años treinta, cuando el país atravesaba la Gran Depresión, una persistente sequía asoló el medio oeste de los Estados Unidos, expulsando de sus granjas a decenas de miles de campesinos que se vieron obligados a emigrar en busca de trabajo. Se calcula que cerca de ciento cincuenta mil norteamericanos vagaban por las carreteras del estado de California ofreciéndose como temporeros para la cosecha. A pesar de ser imprescindibles para llevar a cabo la recolección, eran recibidos con odio y menosprecio por los habitantes de las localidades por donde pasaban, tachados de ignorantes, sucios y portadores de enfermedades. John Steinbeck, entonces un prometedor escritor, los retrató en una serie de reportajes aparecidos en 1936 en The San Francisco News. El trabajo realizado para preparar estos artículos le permitiría publicar, poco más tarde, su novela más lograda: Las uvas de la ira. En la misma época, otra artista, la fotógrafa Dorothea Lange, fue contratada por el Gobierno federal para documentar la situación de esos inmigrantes. Algunas de aquellas imágenes se han convertido en clásicos de la fotografía, del mismo modo que los reportajes contenidos en este libro se han convertido en clásicos de la literatura.”

Posiblemente el valor literario de este pequeño libro no vaya más allá de su valor como documento histórico, pero debería ser de lectura obligatoria generación tras generación hasta que algún día aparezca en el cielo el cuarto de los jinetes del apocalipsis, ese que aparece en el Apocalipsis 6:8 “Miré, y vi un caballo bayo. El que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades lo seguía: y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra”. Estoy seguro de que la persona que escribió esto hace milenios conocía la verdadera naturaleza del hombre, esa naturaleza que hace que situaciones de este tipo se repitan por cada rincón del mundo, incluso en lugares en los que hemos dado tan por hecha nuestra forma de vida que la hemos despreciado al máximo hasta correr el riesgo real de volver a épocas oscuras y miserables. Los granjeros del medio oeste americano conocieron el apocalipsis, rodeados de los que hasta hacía nada eran como ellos, de los que hablaban su misma lengua y rezaban a su mismo Dios, es el terror desnudo y da pánico conocerlo.

En los últimos años me he interesado por la historia de los EEUU y he llegado a admirar muchos aspectos de ese país de inmigrantes, unos inmigrantes sin los que nunca hubieran llegado a ser nada de lo que son, y en el propio libro Steinbeck nos habla de los temporeros japoneses, chinos, filipinos y mexicanos, que son vistos como una segunda división del ser humano, no por él sino por la sociedad, una especie de ganado cualificado para las labores del campo. Una situación que se normaliza hasta el momento en el que son otros norteamericanos los que pasan a ser los huéspedes de ese inframundo, antiguos propietarios de tez clara arruinados, destinados a caer en un abismo que el autor describe poniendo a diferentes familias por ejemplo, desde los recién llegados que aún conservan cierta esperanza hasta los que ya están tan derrotados que sólo esperan la muerte comidos por la enfermedad y la mierda. Es el mismo relato de niños de vientre hinchado y madres con los pechos secos que hemos convalidado en África y que parece imposible de asimilar si lo trasladamos a los fértiles valles de California en el siglo pasado.

Y es que más allá del lugar, más allá de la raza, lo que verdaderamente nos hace menos humanos ante la sociedad en la que vivimos es la pobreza. La pobreza nos resulta algo intolerable, algo que nos repugna, algo que nos aterra, la pobreza representa todo lo que queremos lejos de nuestra vida, no queremos verla porque además de atemorizarnos también nos avergüenza, vivimos mucho mejor sabiendo que es cosa de otros, y que en el fondo podemos actuar ante ella de la misma manera que actuamos con esos anuncios de niños desnutridos, cambiando de canal o al menos sintiendo el impulso de hacerlo. Steinbeck con sus crónicas justo nos sienta en el borde de ese acantilado del que podemos caer en cualquier momento, y en las fotos de Dorothea Lange nos vemos frente al espejo sin poder evitar pensar que igual algún día podría ser nuestro rostro el que vemos reflejado.


Como siempre encontraréis otras opiniones, seguramente mucho más interesantes, en las reseñas de DesgraciaítoCarmenPaula y MG, ¡corred a leerlas!

miércoles, 1 de marzo de 2017

La muerte de Ivan Ilich

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Hemos comenzado en el Club de Lectura este año lector leyendo un relato de Leon Tolstoi titulado “La muerte de Ivan Ilich”. Un entretenimiento que se lee en una hora y que no puede hacer mal a nadie, o eso deseo, porque si seguimos haciéndonos esto a nosotros mismos la próxima reseña que haga aquí será de la hoja parroquial o de la etiqueta de una lata de melocotón en almíbar. Sin embargo tengo que dar la razón a aquel que dijo que lo bueno, si breve, dos veces bueno, porque esta pequeña novela es estupenda.

Mirando en La Casa del Libro he encontrado este resumen que me parece bastante certero, salvo por la parte de la esfinge mágica, porque como desarrollaré más tarde, “La muerte de Ivan Ilich” es puro realismo despojado de cualquier adorno: “¿Qué harías si una esfinge mágica pudiera revelarte el día y la hora de tu muerte? ¿Te atreverías a consultárselos? Y si te dijera que ibas a morir la semana próxima, ¿qué harías en tu última semana de vida? Espero que nunca tengas que hacer frente a una situación como ésta, pero, en todo caso, el tema de la muerte siempre ha estado presente en la vida de los seres humanos, hasta el punto de que muchos de los grandes pensadores lo han considerado el problema más importante, lo que más nos define: somos seres conscientes de que vamos a morir. Pero no sólo nos preocupa la muerte, sino también el envejecimiento, pues en la vejez vemos el destino inexorable que nos conduce a la muerte, el agotamiento de nuestra energía vital y de las ganas de seguir viviendo.

Ivan Ilich es un magistrado que ha vivido una vida superficial que se enfrenta al momento de su muerte. Tolstoi usa esta circunstancia para profundizar en los dos temas principales que hay en la novela, el primero el vacío que sentimos ante la perspectiva de nuestra propia muerte, el segundo sobre la banalidad de una parte de la sociedad rusa de la segunda mitad del siglo XIX, que parece estar por encima de la realidad de la gente corriente, algo que hace visible mediante el uso de expresiones francesas que era la lengua de la alta sociedad y de los zares. Ambos temas se ven unidos de forma magistral en las reflexiones que hace Ivan Ilich según va siendo consciente de que la enfermedad que sufre es irreversible.

En un primer momento el protagonista nos narra su juventud, que no es otra cosa que una búsqueda de notoriedad social, aderezada por partidas de cartas, bailes y un matrimonio poco feliz pero muy conveniente. Poco a poco vamos viendo como todo eso son los falsos cimientos de una vida cada vez más fingida e infeliz que está predestinada al desastre, como símbolo de ello Tolstoi elige la figura de este matrimonio que al principio, aunque no haya mucho amor de por medio, es conveniente, que entre medias es algo de lo que hay que huir aunque sea refugiándose en el trabajo y que acaba en el más puro desprecio. Ivan Ilich, que al principio trataba de justificar esa vida tan superficial, termina por admitir que toda su vida ha sido un desperdicio, que nunca ha sido feliz, menos en su niñez, que ha sido el único momento puro de su vida.

El final se resume en un grito de desesperación de Ivan Ilich que dura días enteros y que no es otra cosa que la forma de admitir la derrota que su vida ha supuesto. Es el reconocimiento de su equivocación, la forma de llenar la soledad en la que se encuentra porque no quiere saber nada de esa familia y amigos más preocupados por recoger sus despojos que de mitigar su sufrimiento, ya no el físico sino el intelectual. Al final, cuando ya todo es inevitable, llega la resignación y con ella la paz, es el único momento en el que la muerte ya aparece como un alivio, como el camino más sencillo, el lugar que nos espera a todos, lo que hace que la novela siempre vaya a ser actual y que cada lector se ponga delante de ese vacío que nos da tanto miedo.

Como siempre encontraréis otras opiniones, seguramente mucho más interesantes, en las reseñas de DesgraciaítoCarmenPaula y MG, ¡corred a leerlas!