El segundo libro que el 2017 ha traído al Club de
Lectura ha sido “Los vagabundos de la cosecha” de John Steinbeck, bueno, más
que el 2017 lo ha traído Carmen, que con gran caridad nos ha ahorrado leer “Germinal”
de Zola. Yo estoy seguro de que hubiera sido un libro estupendo leído por un
club de lectura equivocado, así que mejor lo dejaremos libre para que pueda
fondear en otro club, de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín
flaco y galgo corredor, en el que seguramente será más apreciado.
La editorial Libros del Asteroide, que además de
publicar el libro lo acompaña de un estupendo prólogo de Eduardo Jordá, lo
resume de esta manera: “A comienzos de
los años treinta, cuando el país atravesaba la Gran Depresión, una persistente
sequía asoló el medio oeste de los Estados Unidos, expulsando de sus granjas a
decenas de miles de campesinos que se vieron obligados a emigrar en busca de
trabajo. Se calcula que cerca de ciento cincuenta mil norteamericanos vagaban
por las carreteras del estado de California ofreciéndose como temporeros para
la cosecha. A pesar de ser imprescindibles para llevar a cabo la recolección,
eran recibidos con odio y menosprecio por los habitantes de las localidades por
donde pasaban, tachados de ignorantes, sucios y portadores de enfermedades.
John Steinbeck, entonces un prometedor escritor, los retrató en una serie de
reportajes aparecidos en 1936 en The San Francisco News. El trabajo realizado
para preparar estos artículos le permitiría publicar, poco más tarde, su novela
más lograda: Las uvas de la ira. En la misma época, otra artista, la fotógrafa
Dorothea Lange, fue contratada por el Gobierno federal para documentar la
situación de esos inmigrantes. Algunas de aquellas imágenes se han convertido
en clásicos de la fotografía, del mismo modo que los reportajes contenidos en
este libro se han convertido en clásicos de la literatura.”
Posiblemente el valor literario de este pequeño libro
no vaya más allá de su valor como documento histórico, pero debería ser de
lectura obligatoria generación tras generación hasta que algún día aparezca en
el cielo el cuarto de los jinetes del apocalipsis, ese que aparece en el Apocalipsis
6:8 “Miré, y vi un caballo bayo. El que
lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades lo seguía: y les fue dada
potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre,
con mortandad y con las fieras de la tierra”. Estoy seguro de que la
persona que escribió esto hace milenios conocía la verdadera naturaleza del
hombre, esa naturaleza que hace que situaciones de este tipo se repitan por
cada rincón del mundo, incluso en lugares en los que hemos dado tan por hecha
nuestra forma de vida que la hemos despreciado al máximo hasta correr el riesgo
real de volver a épocas oscuras y miserables. Los granjeros del medio oeste
americano conocieron el apocalipsis, rodeados de los que hasta hacía nada eran
como ellos, de los que hablaban su misma lengua y rezaban a su mismo Dios, es
el terror desnudo y da pánico conocerlo.
En los últimos años me he interesado por la historia
de los EEUU y he llegado a admirar muchos aspectos de ese país de inmigrantes,
unos inmigrantes sin los que nunca hubieran llegado a ser nada de lo que son, y
en el propio libro Steinbeck nos habla de los temporeros japoneses, chinos,
filipinos y mexicanos, que son vistos como una segunda división del ser humano,
no por él sino por la sociedad, una especie de ganado cualificado para las labores
del campo. Una situación que se normaliza hasta el momento en el que son otros
norteamericanos los que pasan a ser los huéspedes de ese inframundo, antiguos
propietarios de tez clara arruinados, destinados a caer en un abismo que el
autor describe poniendo a diferentes familias por ejemplo, desde los recién llegados
que aún conservan cierta esperanza hasta los que ya están tan derrotados que
sólo esperan la muerte comidos por la enfermedad y la mierda. Es el mismo
relato de niños de vientre hinchado y madres con los pechos secos que hemos
convalidado en África y que parece imposible de asimilar si lo trasladamos a
los fértiles valles de California en el siglo pasado.
Y es que más allá del lugar, más allá de la raza, lo que
verdaderamente nos hace menos humanos ante la sociedad en la que vivimos es la
pobreza. La pobreza nos resulta algo intolerable, algo que nos repugna, algo
que nos aterra, la pobreza representa todo lo que queremos lejos de nuestra
vida, no queremos verla porque además de atemorizarnos también nos avergüenza,
vivimos mucho mejor sabiendo que es cosa de otros, y que en el fondo podemos
actuar ante ella de la misma manera que actuamos con esos anuncios de niños
desnutridos, cambiando de canal o al menos sintiendo el impulso de hacerlo.
Steinbeck con sus crónicas justo nos sienta en el borde de ese acantilado del
que podemos caer en cualquier momento, y en las fotos de Dorothea Lange nos
vemos frente al espejo sin poder evitar pensar que igual algún día podría ser
nuestro rostro el que vemos reflejado.
Como siempre encontraréis otras opiniones,
seguramente mucho más interesantes, en las reseñas de Desgraciaíto, Carmen, Paula y MG, ¡corred a
leerlas!
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