martes, 28 de mayo de 2013

Tony Judt y los trenes

Tony Judt es un apasionado de los trenes. Yo soy un apasionado de los trenes, aunque en mi caso ha surgido a través del trabajo, pero hay gente, como él, que lo flipa lo más grande con los trenes, las estaciones, los distintos tipos de locomotoras...

No sé si es en Pensar el siglo XX o en el Refugio de la memoria, pero en algún libro suyo muestra su intención de realizar una historia del mundo a través del ferrocarril. Creo que es algo que no llegó a terminar, o al menos yo no la he visto, aunque me encantaría leerla. El tren tiene algo, no es fácil de definir, que engancha. Esas estaciones majestuosas como Grand Central o Atocha, incluso la nueva Hauptbahnhof de Berlín. Esa sensación de fuerza al arrancar. Esos trazados por sitios inverosímiles con espectaculares viaductos y túneles oscuros. Ese bamboleo que te hace tener que ir con cuidado mientras vas de coche a coche (se llaman coches, no vagones, no me seáis, no me seáis...).

Quiero poner algunos párrafos que señalé del capítulo en el que Judt se refiere al tren porque a mí me gustaron.

"Desde la invención de los trenes, viajar ha sido el símbolo y el síntoma de la modernidad: los trenes -junto con las bicicletas, las motocicletas, los autobuses, los coches y los aviones- se han invocado en el comercio y el arte como prueba de lo avanzada que está una sociedad. No obstante, la mayoría de los medios de transporte sólo han sido emblemáticos de la novedad y la contemporaneidad durante poco tiempo. Las bicicletas sólo fueron «nuevas» una vez, en la década de 1890. Las motocicletas fueron «nuevas» en los años veinte para los fascistas y los jóvenes sofisticados (desde entonces han sido evocadoramente «retro»). Los coches (como los aviones) fueron «nuevos» en la década eduardiana y, de nuevo, brevemente en los años cincuenta; desde entonces han simbolizado muchas cosas: fiabilidad, prosperidad, consumo ostentoso, libertad, pero no «modernidad». Los ferrocarriles son diferentes. Los trenes ya eran el símbolo de la vida moderna en la década de 1840 -de ahí su atractivo para los pintores «modernistas», de Turner a Monet-. Seguían desempeñando ese papel en la era de los grandes expresos que cruzaban el país a finales del siglo XIX. Los trenes eléctricos del Metro fueron los ídolos de los poetas modernistas y los artistas gráficos después de 1900; nada era más ultramoderno que los nuevos expresos aerodinámicos que adornaban los carteles neoexpresionistas de los años treinta. En la actualidad, el japonés Shinkansen y el francés TGV son iconos del progreso tecnológico y el más alto confort a trescientos kilómetros por hora.

Parece que los trenes son perennes contemporáneos, incluso si durante un tiempo desaparecen de nuestra vista: en este sentido, un país que no tenga una red de ferrocarril eficiente es «atrasado» en aspectos cruciales. La gasolinera de los primeros días del tráfico rodado despierta una afectuosa nostalgia cuando hoy se la describe o recuerda, pero ha sido sustituida en serie por variantes actualizadas funcionalmente, y su forma original sólo sobrevive en el recuerdo. Los aeropuertos tienen la (irritante) tendencia a permanecer mucho tiempo después de haberse quedado obsoletos funcional o estéticamente, pero nadie desearía conservarlos por sí mismos y mucho menos supondría que un aeropuerto construido en 1930 o incluso en 1960 puede resultar útil o interesante actualmente. Sin embargo, las estaciones de ferrocarril construidas hace un siglo o incluso siglo y medio -Gare de l'Est en París (1852), Paddington Station en Londres (1854), Keleti Pályaudvar en Budapest (1884), Hauptbahnhof en Zúrich (1893)- no sólo inspiran afecto: son impresionantes estéticamente y funcionan. Más aún, funcionan igual que cuando las construyeron. Esto atestigua la calidad de su diseño y construcción, por supuesto, pero también habla de su perenne actualidad. No «envejecen».

Las estaciones no son un atributo de la vida moderna, ni una parte o subproducto de ella. Como el ferrocarril del que son hitos, están integradas en la propia vida moderna. La topografía y la vida diaria de las ciudades, desde Milán hasta Bombay, quedarían alteradas de forma inimaginable si sus imponentes estaciones término desaparecieran. Londres sería impensable (e invivible) sin su Metro -y ésa es la razón por la que los vergonzosamente fallidos intentos de los gobiernos del nuevo laborismo de privatizar el tube dicen tanto de su actitud hacia el Estado moderno en general-. La savia de Nueva York discurre por su indispensable aunque destartalado Metro. Damos por supuesto con demasiada facilidad que el rasgo distintivo de la modernidad es el individuo: el sujeto no reducible, la persona independiente, el yo liberado, el ciudadano anónimo. Este individuo sin vínculos se supone que es preferible al sujeto deferente y dependiente del mundo premoderno. Esta descripción tiene algo de verdad: el «individualismo» puede que sea el mantra de nuestro tiempo, pero para bien y para mal se refiere al aislamiento conectado de esta época inalámbrica. No obstante, lo que es verdaderamente distintivo de la vida moderna no es el individuo sin vínculos. Es la sociedad. Más exactamente, la sociedad civil o (como se decía en el siglo XIX) burguesa.

Los ferrocarriles siguen siendo el atributo natural de la aparición de la sociedad civil. Son un proyecto colectivo para el beneficio individual. No pueden existir sin el acuerdo de la comunidad y, en tiempos recientes, sin dinero de la comunidad: por su propio diseño ofrecen beneficios concretos tanto a la colectividad como al individuo. Esto es algo que ni el mercado ni la globalización pueden conseguir, excepto por una afortunada casualidad. Los ferrocarriles no siempre fueron respetuosos con el medio ambiente -aunque en los costos generales de contaminación, la máquina de vapor fue menos perjudicial que su competidor de combustión interna-, pero desde sus comienzos tuvieron que responder a las necesidades sociales. Ésta es una de las razones de que no fueran muy rentables.

Si abandonamos los ferrocarriles, o los entregamos al sector privado y evadimos nuestra responsabilidad colectiva por su suerte, habremos perdido un valioso activo cuya sustitución o recuperación será intolerablemente cara. Si destruimos las estaciones de ferrocarril -como empezamos a hacer en los años cincuenta y sesenta, con la vandálica demolición de Euston Station, Gare Montparnasse y, sobre todo, la gran Pennsylvania Railroad Station de Manhattan- estaremos destruyendo nuestra memoria de cómo es una vida cívica segura. No es causalidad que Margaret Thatcher insistiera en no viajar nunca en tren.

Si no entendemos por qué debemos gastar nuestros recursos colectivos en los trenes no será sólo porque todos nos hemos ido a vivir a comunidades cerradas v ya no necesitamos nada más que nuestros automóviles privados para desplazarnos entre ellas. Será porque nos hemos convertido en individuos cerrados que no saben cómo compartir el espacio público en beneficio de todos. Las implicaciones de semejante pérdida trascenderían con mucho la decadencia o extinción de un medio de transporte. Significaría que hemos acabado con la propia vida moderna".

Son unas palabras con las que estoy muy de acuerdo. El ferrocarril tiene algo de colosal apuesta por la integración. Es cierto que es deficitario y que es muchísimo dinero lo que cuesta hacerlo y mantenerlo. Y también es cierto que un país sin ferrocarriles es menos país. La decisión no es fácil. El Ministerio acaba de decir que va a cerrar varias líneas, y me parece bien porque no se usa. Tal vez la alta velocidad sea la salvación de esas grandes estaciones que conectan ciudades de centro a centro en pocas horas. No lo sé. Tampoco soy imparcial porque yo me gano la vida con esto. He estado debajo, dentro y encima de trenes, he temblado de miedo cuando estaba en la vía y pasaba a mi lado un mercancías a todo trapo. He tenido que salir pitando cuando pasaba un tren de mantenimiento echando herbicida, me he dejado olvidado un ordenador encima de unos sacos de cemento en una noche de tormenta y... tras recuperarlo, volvió a funcionar.

Es un mundo fascinante que me dolería que desapareciera y del que espero formar parte muchos años luchando para que los trenes sigan llenándonos de emoción.

2 comentarios:

  1. Muy bien elegidos los párrafos.

    Tienes razón cuando dices que un tren vertebra un país. Mucho más que una red de aeropuertos, o al menos eso me parece. En España, sin embargo, se ha apostado por poner aeropuertos un poco por todas partes, pero porque se toman decisiones en función de lo que hace el vecino, no de lo que sea mejor para la comunidad.

    Lo que dice de las grandes estaciones... lo que es una pena es llevarse por delante un edificio emblemático, sea una estación de tren o lo que sea. Sí se nota que Judt es un apasionado con los trenes. Se nota.

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  2. Pues yo me he acordado de cuando vivíamos en la granja, justo al lado de la vía del tren, y veíamos pasar los trenes de mercancías...y molaba.

    Uno de nuestros problemas (esto es Ejjjpaña) es que somos idiotas y aquí ninguno quiere ser menos que nadie...por eso hay aeropuertos y universidades en los sitios más disparatados.

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